viernes, 17 de febrero de 2017

Alma seca






Quizás deba hacer un viaje sobre naves y cielos. Quiero alejarme de esta tierra que ha secado mi alma sin motivo ni razón, anulando mi creatividad. Para aliviarme imagino personajes y actuaciones…
Ha oscurecido hace horas y la noche se ha hecho dueña del lugar. Un coqueto taconeo, un abrigo hasta media pierna que adivina el buen cuerpo se interna en el callejón. Podría pensarse en citas de una acompañante por catálogo para todo servicio, sin embargo, con el aliento que nubla el frío abre la puerta que dice: “camarines”. Recorre el pasillo hasta el suyo y comienza una delicada transformación.
Mis hilos de titiritero la harán resplandecer.
Ni siquiera advierte las zapatillas de entrenamiento y en cada representación usa un par nuevo, pues la posición o la forma de los dedos cambia para bailar de punta con excelencia. Las golpea para ablandarlas, dobla el talón hacia la punta y encuentra el lugar donde cocer las cintas con las cuales una vez entrelazadas y atadas parecerán una prolongación natural de sus pies.
Recoge el pelo en un apretado rodete y, frente al espejo, se materializa con sus utensilios de hechicera el personaje de la obra de hoy. Las pestañas se alargan para volar, un azul profundo y lleno de estrellas emula los ojos de Nefertiti y como sabe que el rayo de luz que la seguirá cambia los colores, da a sus labios color de sangre.
Se sujeta el negro corsé recamado y el tutú a la italiana que apoyará en las caderas dejando al descubierto las piernas que en punta serán las de una mágica ave.
En mi mente ya es Kitri que acepta, resignada, por esposo a Camacho.
Sale por un camino de pasillos que conoce por la reiteración. Entra en la sala de entrenamiento para calentar los músculos. Su partener hace lo mismo y se saludan con la agitación que les produce el ruido del público que entra. Poco hay que decir tras tan buena temporada.
La orquesta prueba y afina los instrumentos en una cacofonía que el conductor conoce y corrige. El reloj da la hora. El público aplaude al director que pone orden golpeando la batuta sobre el atril.
Suben apresurados tomando sus posiciones; el maestro de sogas da la orden; el aprendiz, ante la señal, abre el telón y el espectáculo comienza.
Ella danza con una destreza que solo los años y el empeño constante dan. Vuela en el aire, la recibe el compañero y la hace parecer una alondra que se posa en el nido.
Realmente no sé si admirarlo u odiarlo por estar tan identificado con ella.
Giran y evolucionan hasta que el acorde final los deja en la pose del “pa de deux” del Quijote de Petipa. El público estalla en gritos y aplausos por el espléndido espectáculo. Salen repetidamente de la abertura de los telones para agradecer; hacen sucesivas “réverénces”, para ello coloca un pie detrás y dobla la rodilla mientras él, más atrás, inclina la cabeza con naturalidad.
 Finalmente, una niña le lleva un ramo de rosas rojas, son el símbolo del amor y el respeto que los une al público. Un niño le acerca un ramo de gardenias blancas, que le dicen que esta preciosa y que tiene un amor secreto. Por un momento duda, pero luego, con una sonrisa, deja el ramo de rosas como homenaje sobre el escenario y, misteriosa, se lleva las gardenias.
Con el cansancio de años (practica desde los seis) se acicala y vuelve a ser una elegante mujer que se dirige a la avenida. Al abrigo le ha agregado una chalina de seda blanca sobre el rostro, para no ser reconocida y, con apetito, cruza la calle para recuperar los kilos que perdió durante la función.
Como Gepetto con Pinocho quiero darle vida, de modo que transformo todo el evento en un sueño. Cada vez que mi alma se sienta yerta, me echaré a dormir y en esa fantasía esconderé mi amor por ella y mi corazón la seguirá mientras martille mi pecho y dance con cada contoneo de su fémina figura.


Carlos Caro
Paraná, 30 de noviembre de 2016 
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martes, 6 de septiembre de 2016

Vida urbana




Roña, lo asqueaba el tufo. Aspiró el acre humo del cigarrillo y ni aun esa niebla tóxica pudo con el olor a baño. Salió del cubículo y el sol de primavera lo encegueció.
Le pareció distinguir a los demás alumnos que jugaban un insípido fútbol o charlaban en el patio. Encendió el móvil y, como un campanario electrónico, cinco alertas se oyeron. Siete mensajes esperaban su respuesta. Eran los descastados de los anteriores colegios que no sabían que se había mudado.
Sintió que algo estallaba detrás de sus ojos, en pleno córtex cerebral y así nació la furia. Con disimulo subió las escaleras y se dirigió al aula, rebuscó en la mochila, sacó la pistola y guardó una munición en el bolsillo. Echó atrás la corredera para que la siguiente bala, desde el cargador, ocupara su lugar frente al cañón y entonces fue Dios o su padrastro.
Al salir encontró a la preceptora que le advirtió que no debía estar allí. Hizo fuego y el tiro deshizo aquella cara amarga. Al bajar se encontró con la profesora Natalia y casi lo lamentó, ella era buena y lo trataba bien. Quizás por eso apuntó al corazón. Mientras de reojo veía su semblante azorado oyó el silencio en el patio, se sintió el ángel de la venganza y comenzó a disparar. No importó que huyeran, él los perseguía como una máquina mortal.
De pronto, la corredera queda abierta al terminarse el cargador. Con fría determinación y todo el tiempo del mundo, sacó la bala del bolsillo, la colocó en la recámara, la cerró y, siguiendo su imaginario papel, puso la pistola bajo su barbilla y apretó el gatillo. Algunos restos sanguinolentos se adhirieron al cielorraso blanco.
Otra ciudad, otra escuela y otros compañeros para quienes seré el sapo de otro pozo, el raro y al que hay que acosar. Para la malnacida de mi madre, pese a su belleza y desde el divorcio, soy un estorbo en su afán de conseguir pareja. Con tal de no perder la oportunidad me dejó en manos de mi nuevo padrastro, un bien pago oficial de policía con una excesiva crueldad disciplinaria.
Soberbio, él dirige hombres y sabe cómo tratar a adolescentes vagos y llorones. En pleno invierno y a modo de clarín, me quita las mantas por la mañana. Si demoro, no desayuno y soy arrastrado al auto policial que me escupe como goma de mascar usada en la puerta del colegio. No hay lección ni materia que recite bien por las tardes. Ese adalid de la justicia y el orden es superior y me lo machaca con el desprecio en la voz y el sopapo aleccionador.
No tengo escape, no tengo paz. Extraño a papá, su cariño, sus modos suaves y enloquezco en este infierno. Mamá no escucha, es un trofeo de buen aspecto que engalana al oficial que le asegura un buen pasar. Así comenzó a corroerme el odio.
En horas de la madrugada, con la poca luz del pasillo oigo los tonantes ronquidos del “mariscal”, abro el cajón y empuño el arma pirata, esa que no ha declarado y oculta en busca de ejecutar al delincuente que lo merezca por sus culpas. Me obnubila su poder y aunque la guardo en la mochila siento que quema.
—Llevamos el cadáver a la morgue, tendrá que reconocerlo por las marcas en el cuerpo ya que la cara ha quedado desfigurada. Creemos que el motivo ha sido una venganza, pues tenía cardenales y moretones de puños y patadas ¿Usted no había notado nada comisario?
—No. Era un chico tranquilo y muy aplicado, estudiaba sin presiones y sus compañeros lo apreciaban, no lo entiendo. Le preguntaré a la madre si vio o le dijo algo.
— ¿Sabe de dónde sacó la pistola? Tiene limado el número de serie.
—Tampoco, y eso resulta más extraño porque para conseguirla debe haber ahorrado varias mensualidades. Debí darme cuenta.
—Bueno, por hoy terminamos, lo mantendremos informado.
— ¿A cuántos lastimó?
—Es extraño, aunque los jóvenes se están reponiendo en el hospital por nervios y magulladuras, cuentan que les disparó con los ojos cerrados. En su locura asesinó a las únicas profesoras que, con simpatía, se ocupaban de sus problemas. Los demás educadores ni siquiera lo recuerdan.


Carlos Caro
Paraná, 25 de agosto de 2016
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Metrónomo vital





En su recorrido entra la enfermera, enciende la poca luz de un velador y revisa al paciente. Pulso, temperatura y presión la conforman. Sin embargo, ajusta el goteo del suero, verifica el sonido de la máquina que sigue el pulso y, al presentir un dolor en el entrecejo fruncido, le inyecta un calmante en la goma de la cánula. Apaga y se retira sin sospechar que ya rueda a su ritmo la muerte.
Pip…
Gritos, enojo y un cachetazo que, por la sorpresa inmoviliza el silencio. Al rato se cierra la puerta de calle con la espalda de papá quien ignora los miedos que imagino por su ausencia a mis cinco años.
Pip…
Niñez, ping-pong entre padres que tratan de ganar mi preferencia con cada cumpleaños y cada navidad. Como si el  amor engalanara las fechas o se partiera entre ellos con sus risas vacías.
Pip…
¿Traición? No lo sé. Un dolor que callo y que se pudre por dentro junto a las lágrimas que no lloré. Pareció que no me importaba cuando papá eligió otra mujer con nuevos hijos y con un hechizo que no comprendí, se fue.
Pip…
Mamá, solitaria desde el abandono, me espera a la salida de la secundaria. Avergonzado trato de escabullirme, mas no hay refugio que me esconda de su abrazo lleno de risas que ocultan la duda de quién fue la culpa.
Pip…
Saciado, reconozco que dos años en la facultad solo han servido para sociales. Sin embargo, no me arrepiento. Alicia es lo mejor que me ha pasado. Con amor y en plena locura empezamos otra vida juntos en el departamento.
Pip…
En el lecho, ni el frío ni luz mortecina antes del amanecer me importan. Arderé como yesca. Tu brazo que cruza mi pecho incendia, tu aliento en mi cuello quema y tu tibieza despierta, inexorable, la pasión…
Pip…
Con ella la vida sigue, suma hijos y un día por apurado, oigo el grito animal de las cubiertas de un automóvil que tratan de detenerse contra el asfalto, recuerdo un golpe y caigo en el universo negro que me disuelve.
Pip…
Este es el paciente, Dr., está en coma cuatro y el electroencefalograma da plano, con muerte cerebral. Los estudios de compatibilidad indican que podrá ser un donante vivo de corneas, un riñón, parte del hígado y al final, el corazón. Si usted  lo aprueba procedemos.
Pip…
Negrura llena de flashes, entreabro apenas los ojos y se transforma en la oscuridad de una habitación. Presiento un dolor por llegar, pero una mano suave y el ardor que llega por la cánula me llevan a la inconsciencia. No tengo referencias ni medida. Los hijos se despiden, Alicia llora y firman lo que mi grito mudo y desesperado trata de deshacer.
Pip…
Imagino que han pasado centurias. La falta de músculos, la piel agrietada y el latir exangüe de mi pecho me lo hacen pensar. Silente, enfrento la soledad y con horror veo pasar los fluorescentes en el techo del corredor mientras la camilla avanza.


Carlos Caro
Paraná, 4 de septiembre de 2016
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Nabatea




El veintinueve de septiembre a la doce y veintidós minutos de la mañana, Juana perdió la razón. Oyó el gallo, se levantó temprano y preparó el desayuno. Luego que sus hijos y esposo comenzaron a trabajar, tomó la bolsa de las compras y se encaminó hacia el pueblo.
Compró pan, leche y algo de carne. Apenas lo suficiente, pero hasta ahí duraron las pocas monedas que le había dado Manuel tras vender un carro de nabos. Nada hizo sospechar al panadero, al lechero ni al carnicero el desenlace trágico. Sin embargo, con el tiempo y los rumores se convencieron que su conducta errática, sus ojos febriles y una escondida angustia fueron los primeros síntomas de aquella demencia.
Juana llegó asustada y sudorosa, puso una gran olla con agua sobre el fuego, gritó llamando a Manuel y se recostó en la cama. Había empezado el parto y su respiración se disparó al sentir que el tiempo entre contracciones se reducía inexorablemente.
En cuanto la vio, Manuel supo que no tendría tiempo de buscar a la comadrona, de modo que le gritó a los hijos que hoy no habría almuerzo y que oirían gritar a su madre por los dolores del nacimiento. Con un triste acostumbramiento, llenó el lavamanos con agua caliente, le cambió el único vestido de calle por el camisón y corrió la cortina que separaba el lecho del resto de la pobre habitación. Puso el banco a su lado, la miro con cariño y para transmitirle confianza, le tomó fuerte la mano y se dispuso a esperar.
Todo fue rápido, hubo desgarro, sangre y dolor. Ató el cordón, lavó a la niña y envuelta en grandes pañales la arrimó al seno hinchado de la madre. —La llamaremos Nabatea— dijo bromeando— y será la reina de los nabos.
Juana lo miro con sorpresa, no esperaba que fuera mujer. Los abortados o los que murieron enseguida no lo habían sido. Una lágrima se formó, pero no llegó a rodar. Como una película vio pasar su vida entera e imaginó una igual para su hija. Un amor rancio, trabajo de sol a sol y la esclavitud de parir hijos que morian. El hambre de las cosechas fallidas y la vergüenza de pedir fiado. La risa muerta y el entumecimiento del alma en una porfía sin trascendencia ni destino. Ese fue el instante en que la desesperación la desquició y, obnubilada, más allá de este mundo, olvido todo.
A Pablo lo voy a desnucar de un sopapo. Cuando regresé con Nabatea solo vi a sus hermanos menores en el campo y hoy le tocaba cocinar el almuerzo. Dejé a la niña en la caja que hace de cuna, eché más leña a la cocina y puse a calentar el guiso de ayer. La pobrecita debe conformarse con la nodriza mientras su madre, muerta en vida, se adentra más y más en la locura…
Papá me regaló uno de los terrenos de su propiedad cuando me comprometí. Si bien la tierra no era muy fértil ni profunda, años de trabajo la habían limpiado de piedras mata arados que lucían en prolijos muros que limitaban el campo de nabos.
El día del casamiento, al llegar, el pobre cobertizo se vistió de fiesta y el campo de flores amarillas. A cada primavera la celebrábamos con un ramo de ellas que reservaba para Juana al cosechar los nabos. Por la tarde bailábamos al son de las prácticas de piano de la duquesa Anastasia. Su mansión al otro lado del muro, nos parecía triste y fría, pero su multicolor jardín, despertaba la envidia y la competencia.
Como un ventarrón Pablo, al entrar, me despabiló. No quería, resistí, pero al fin regresé desde aquellos recuerdos alegres.
—Hablé con el abuelo y está de acuerdo con que me haga cargo de esta parcela. Entre ambos emplearemos a mis hermanos y en algún momento también les regalará las suyas.
—Bueno, eso lo resuelve todo. Esta tarde dejaré a Nabatea con la duquesa que ha prometido adoptarla y comenzaré a trabajar en el pueblo mientras interno a tu madre en el loquero— confesé — el oficio no se pierde y aunque sea de ayudante un buen herrero es necesario.
Durante los días soleados de primavera, sentada con la mirada perdida frente a la ventana, Juana imagina los bailes y los ramos de flores amarillas. Sonríe cuando tocan el piano, sin sospechar que suena igual que las prácticas de Nabatea para su madre, la duquesa.


Carlos Caro
Paraná, 31/08/2016
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