martes, 6 de septiembre de 2016

Vida urbana




Roña, lo asqueaba el tufo. Aspiró el acre humo del cigarrillo y ni aun esa niebla tóxica pudo con el olor a baño. Salió del cubículo y el sol de primavera lo encegueció.
Le pareció distinguir a los demás alumnos que jugaban un insípido fútbol o charlaban en el patio. Encendió el móvil y, como un campanario electrónico, cinco alertas se oyeron. Siete mensajes esperaban su respuesta. Eran los descastados de los anteriores colegios que no sabían que se había mudado.
Sintió que algo estallaba detrás de sus ojos, en pleno córtex cerebral y así nació la furia. Con disimulo subió las escaleras y se dirigió al aula, rebuscó en la mochila, sacó la pistola y guardó una munición en el bolsillo. Echó atrás la corredera para que la siguiente bala, desde el cargador, ocupara su lugar frente al cañón y entonces fue Dios o su padrastro.
Al salir encontró a la preceptora que le advirtió que no debía estar allí. Hizo fuego y el tiro deshizo aquella cara amarga. Al bajar se encontró con la profesora Natalia y casi lo lamentó, ella era buena y lo trataba bien. Quizás por eso apuntó al corazón. Mientras de reojo veía su semblante azorado oyó el silencio en el patio, se sintió el ángel de la venganza y comenzó a disparar. No importó que huyeran, él los perseguía como una máquina mortal.
De pronto, la corredera queda abierta al terminarse el cargador. Con fría determinación y todo el tiempo del mundo, sacó la bala del bolsillo, la colocó en la recámara, la cerró y, siguiendo su imaginario papel, puso la pistola bajo su barbilla y apretó el gatillo. Algunos restos sanguinolentos se adhirieron al cielorraso blanco.
Otra ciudad, otra escuela y otros compañeros para quienes seré el sapo de otro pozo, el raro y al que hay que acosar. Para la malnacida de mi madre, pese a su belleza y desde el divorcio, soy un estorbo en su afán de conseguir pareja. Con tal de no perder la oportunidad me dejó en manos de mi nuevo padrastro, un bien pago oficial de policía con una excesiva crueldad disciplinaria.
Soberbio, él dirige hombres y sabe cómo tratar a adolescentes vagos y llorones. En pleno invierno y a modo de clarín, me quita las mantas por la mañana. Si demoro, no desayuno y soy arrastrado al auto policial que me escupe como goma de mascar usada en la puerta del colegio. No hay lección ni materia que recite bien por las tardes. Ese adalid de la justicia y el orden es superior y me lo machaca con el desprecio en la voz y el sopapo aleccionador.
No tengo escape, no tengo paz. Extraño a papá, su cariño, sus modos suaves y enloquezco en este infierno. Mamá no escucha, es un trofeo de buen aspecto que engalana al oficial que le asegura un buen pasar. Así comenzó a corroerme el odio.
En horas de la madrugada, con la poca luz del pasillo oigo los tonantes ronquidos del “mariscal”, abro el cajón y empuño el arma pirata, esa que no ha declarado y oculta en busca de ejecutar al delincuente que lo merezca por sus culpas. Me obnubila su poder y aunque la guardo en la mochila siento que quema.
—Llevamos el cadáver a la morgue, tendrá que reconocerlo por las marcas en el cuerpo ya que la cara ha quedado desfigurada. Creemos que el motivo ha sido una venganza, pues tenía cardenales y moretones de puños y patadas ¿Usted no había notado nada comisario?
—No. Era un chico tranquilo y muy aplicado, estudiaba sin presiones y sus compañeros lo apreciaban, no lo entiendo. Le preguntaré a la madre si vio o le dijo algo.
— ¿Sabe de dónde sacó la pistola? Tiene limado el número de serie.
—Tampoco, y eso resulta más extraño porque para conseguirla debe haber ahorrado varias mensualidades. Debí darme cuenta.
—Bueno, por hoy terminamos, lo mantendremos informado.
— ¿A cuántos lastimó?
—Es extraño, aunque los jóvenes se están reponiendo en el hospital por nervios y magulladuras, cuentan que les disparó con los ojos cerrados. En su locura asesinó a las únicas profesoras que, con simpatía, se ocupaban de sus problemas. Los demás educadores ni siquiera lo recuerdan.


Carlos Caro
Paraná, 25 de agosto de 2016
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Metrónomo vital





En su recorrido entra la enfermera, enciende la poca luz de un velador y revisa al paciente. Pulso, temperatura y presión la conforman. Sin embargo, ajusta el goteo del suero, verifica el sonido de la máquina que sigue el pulso y, al presentir un dolor en el entrecejo fruncido, le inyecta un calmante en la goma de la cánula. Apaga y se retira sin sospechar que ya rueda a su ritmo la muerte.
Pip…
Gritos, enojo y un cachetazo que, por la sorpresa inmoviliza el silencio. Al rato se cierra la puerta de calle con la espalda de papá quien ignora los miedos que imagino por su ausencia a mis cinco años.
Pip…
Niñez, ping-pong entre padres que tratan de ganar mi preferencia con cada cumpleaños y cada navidad. Como si el  amor engalanara las fechas o se partiera entre ellos con sus risas vacías.
Pip…
¿Traición? No lo sé. Un dolor que callo y que se pudre por dentro junto a las lágrimas que no lloré. Pareció que no me importaba cuando papá eligió otra mujer con nuevos hijos y con un hechizo que no comprendí, se fue.
Pip…
Mamá, solitaria desde el abandono, me espera a la salida de la secundaria. Avergonzado trato de escabullirme, mas no hay refugio que me esconda de su abrazo lleno de risas que ocultan la duda de quién fue la culpa.
Pip…
Saciado, reconozco que dos años en la facultad solo han servido para sociales. Sin embargo, no me arrepiento. Alicia es lo mejor que me ha pasado. Con amor y en plena locura empezamos otra vida juntos en el departamento.
Pip…
En el lecho, ni el frío ni luz mortecina antes del amanecer me importan. Arderé como yesca. Tu brazo que cruza mi pecho incendia, tu aliento en mi cuello quema y tu tibieza despierta, inexorable, la pasión…
Pip…
Con ella la vida sigue, suma hijos y un día por apurado, oigo el grito animal de las cubiertas de un automóvil que tratan de detenerse contra el asfalto, recuerdo un golpe y caigo en el universo negro que me disuelve.
Pip…
Este es el paciente, Dr., está en coma cuatro y el electroencefalograma da plano, con muerte cerebral. Los estudios de compatibilidad indican que podrá ser un donante vivo de corneas, un riñón, parte del hígado y al final, el corazón. Si usted  lo aprueba procedemos.
Pip…
Negrura llena de flashes, entreabro apenas los ojos y se transforma en la oscuridad de una habitación. Presiento un dolor por llegar, pero una mano suave y el ardor que llega por la cánula me llevan a la inconsciencia. No tengo referencias ni medida. Los hijos se despiden, Alicia llora y firman lo que mi grito mudo y desesperado trata de deshacer.
Pip…
Imagino que han pasado centurias. La falta de músculos, la piel agrietada y el latir exangüe de mi pecho me lo hacen pensar. Silente, enfrento la soledad y con horror veo pasar los fluorescentes en el techo del corredor mientras la camilla avanza.


Carlos Caro
Paraná, 4 de septiembre de 2016
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Nabatea




El veintinueve de septiembre a la doce y veintidós minutos de la mañana, Juana perdió la razón. Oyó el gallo, se levantó temprano y preparó el desayuno. Luego que sus hijos y esposo comenzaron a trabajar, tomó la bolsa de las compras y se encaminó hacia el pueblo.
Compró pan, leche y algo de carne. Apenas lo suficiente, pero hasta ahí duraron las pocas monedas que le había dado Manuel tras vender un carro de nabos. Nada hizo sospechar al panadero, al lechero ni al carnicero el desenlace trágico. Sin embargo, con el tiempo y los rumores se convencieron que su conducta errática, sus ojos febriles y una escondida angustia fueron los primeros síntomas de aquella demencia.
Juana llegó asustada y sudorosa, puso una gran olla con agua sobre el fuego, gritó llamando a Manuel y se recostó en la cama. Había empezado el parto y su respiración se disparó al sentir que el tiempo entre contracciones se reducía inexorablemente.
En cuanto la vio, Manuel supo que no tendría tiempo de buscar a la comadrona, de modo que le gritó a los hijos que hoy no habría almuerzo y que oirían gritar a su madre por los dolores del nacimiento. Con un triste acostumbramiento, llenó el lavamanos con agua caliente, le cambió el único vestido de calle por el camisón y corrió la cortina que separaba el lecho del resto de la pobre habitación. Puso el banco a su lado, la miro con cariño y para transmitirle confianza, le tomó fuerte la mano y se dispuso a esperar.
Todo fue rápido, hubo desgarro, sangre y dolor. Ató el cordón, lavó a la niña y envuelta en grandes pañales la arrimó al seno hinchado de la madre. —La llamaremos Nabatea— dijo bromeando— y será la reina de los nabos.
Juana lo miro con sorpresa, no esperaba que fuera mujer. Los abortados o los que murieron enseguida no lo habían sido. Una lágrima se formó, pero no llegó a rodar. Como una película vio pasar su vida entera e imaginó una igual para su hija. Un amor rancio, trabajo de sol a sol y la esclavitud de parir hijos que morian. El hambre de las cosechas fallidas y la vergüenza de pedir fiado. La risa muerta y el entumecimiento del alma en una porfía sin trascendencia ni destino. Ese fue el instante en que la desesperación la desquició y, obnubilada, más allá de este mundo, olvido todo.
A Pablo lo voy a desnucar de un sopapo. Cuando regresé con Nabatea solo vi a sus hermanos menores en el campo y hoy le tocaba cocinar el almuerzo. Dejé a la niña en la caja que hace de cuna, eché más leña a la cocina y puse a calentar el guiso de ayer. La pobrecita debe conformarse con la nodriza mientras su madre, muerta en vida, se adentra más y más en la locura…
Papá me regaló uno de los terrenos de su propiedad cuando me comprometí. Si bien la tierra no era muy fértil ni profunda, años de trabajo la habían limpiado de piedras mata arados que lucían en prolijos muros que limitaban el campo de nabos.
El día del casamiento, al llegar, el pobre cobertizo se vistió de fiesta y el campo de flores amarillas. A cada primavera la celebrábamos con un ramo de ellas que reservaba para Juana al cosechar los nabos. Por la tarde bailábamos al son de las prácticas de piano de la duquesa Anastasia. Su mansión al otro lado del muro, nos parecía triste y fría, pero su multicolor jardín, despertaba la envidia y la competencia.
Como un ventarrón Pablo, al entrar, me despabiló. No quería, resistí, pero al fin regresé desde aquellos recuerdos alegres.
—Hablé con el abuelo y está de acuerdo con que me haga cargo de esta parcela. Entre ambos emplearemos a mis hermanos y en algún momento también les regalará las suyas.
—Bueno, eso lo resuelve todo. Esta tarde dejaré a Nabatea con la duquesa que ha prometido adoptarla y comenzaré a trabajar en el pueblo mientras interno a tu madre en el loquero— confesé — el oficio no se pierde y aunque sea de ayudante un buen herrero es necesario.
Durante los días soleados de primavera, sentada con la mirada perdida frente a la ventana, Juana imagina los bailes y los ramos de flores amarillas. Sonríe cuando tocan el piano, sin sospechar que suena igual que las prácticas de Nabatea para su madre, la duquesa.


Carlos Caro
Paraná, 31/08/2016
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lunes, 22 de agosto de 2016

Carta de mí vecina






El cartero debe haber tratado de entregarla. Sin conseguir respuesta y, dado los años que me conoce, dejó la carta para mi vecina Adelaida bajo mi puerta. Seguramente no se enteró de su extenuada y súbita defunción.
Con una extraña melancolía, que semeja el duelo por un pariente, leo en el dorso quién la envió y me asalta la intriga. Adelaida mostraba su tristeza infinita y aparecía, al ponerse el sol, como si necesitara de la intimidad de las sombras para revelar las cartas. Ella me exponía, de su colección, la que consideraba el comienzo de la saga escrita por Aníbal, el sobrino:
Querida tía Adelaida:                                                                     
Ante todo quisiera disculparme por el tono de la última misiva que le envié. No estaba en mi ánimo ofenderla o preocuparla, pero lo apurado de la situación me llevó a esa demencia postal.
Recuerdo en esa, la angustia y la desesperación de Aníbal cuando se lamentaba por el cuidado del pequeño al que su concubina había abandonado durante un ataque de enojo.
Por suerte, o porque Dios protege a los necesitados, no precisé enviarle a la criatura (perdone la exigencia). Una compañera del trabajo, Juana (creo habérsela mencionado), en un rapto de bohemia y amor, se mudó conmigo para hacerse cargo y resultó tan buena persona que no le importa “el qué dirán” de los vecinos.
Entendí entonces que el enojo de la denostada concubina,  tenía el nombre de Juana, y las lágrimas de Adelaida se derramaban por ella al pensar que era la madre de su primer sobrino-nieto.
Al niño se lo ganó enseguida y ya la llama ma-má. Tengo una gran afinidad con ella y ha despertado sentimientos que creía extintos. Hemos formado una estupenda pareja y todo se encarrila.
Miré a Adelaida, desconcertado. Perdida en el guion de Aníbal, creía ser uno de los protagonistas y le seguí el juego para no torturar aún más su alma.
Sé, querida tía, que no nada en la abundancia. Sin embargo, me permito pedirle algún sostén económico. Juana ha debido sacrificar su trabajo para dedicarse de lleno a nuestra pareja y al niño.
Así comenzó el párrafo del dinero y como si leyera una de las revistas de fotonovelas, apreté fuerte la mano de Adelaida para que sintiera mi apoyo y estuviera atenta.
Aunque me molesta reconocerlo, ha tenido mucho tino al no contestar mis demandas. Esa perdida se aprovechó de mí. Holgazaneaba todo el día y solo esperaba el dinero para dejarme. Como dicen: mejor solo que mal acompañado.
Qué brillante narrador, cuán variadas historias. No hay manera de resistirse a querer u odiar a los personajes. Durante mucho tiempo, dudamos con Adelaida si eran diferentes subterfugios para sacarle algo de su pensión o, por su olvido y lejanía, una forma de distraerla.
Esperé la noche, le hablé al Señor para homenajearle una oración a Adelaida que la libere de su particular purgatorio. Rasgué el sobre con excitación y leo con fruición la nueva aventura:
Querida tía Adelaida:
No se angustie por mi silencio. En realidad las cosas marchaban bien, gané una fortuna en la bolsa y con ella compré un velero del blanco más puro. Sus velas escarlatas recorrían el océano Índico frente a África cuando fui raptado por piratas somalíes. Les entregué lo que poseía, pero quieren más, y por eso recurro a su cariño…
Me obligo a hacer un paréntesis en la afiebrada lectura, examino la dirección del remitente, una ciudad no demasiado alejada. Aníbal no sabrá por mi mano del deceso de su tía. Ahora entiendo la oculta locura de Adelaida. Ella entendía el extraño amor literario que Aníbal le profesaba. Hablaré con el cartero, y al hacerme pasar por ella, recibiré las novelas y enredos que él enviará, disparatado, hasta que su insania o la mía se rebelen.


Carlos Caro
Paraná, 21 de agosto de 2016
Descargar PDF: http://cort.as/keP_