El
veintinueve de septiembre a la doce y veintidós minutos de la mañana, Juana
perdió la razón. Oyó el gallo, se levantó temprano y preparó el desayuno. Luego
que sus hijos y esposo comenzaron a trabajar, tomó la bolsa de las compras y se
encaminó hacia el pueblo.
Compró
pan, leche y algo de carne. Apenas lo suficiente, pero hasta ahí duraron las
pocas monedas que le había dado Manuel tras vender un carro de nabos. Nada hizo
sospechar al panadero, al lechero ni al carnicero el desenlace trágico. Sin
embargo, con el tiempo y los rumores se convencieron que su conducta errática,
sus ojos febriles y una escondida angustia fueron los primeros síntomas de aquella
demencia.
Juana llegó
asustada y sudorosa, puso una gran olla con agua sobre el fuego, gritó llamando
a Manuel y se recostó en la cama. Había empezado el parto y su respiración se
disparó al sentir que el tiempo entre contracciones se reducía inexorablemente.
En
cuanto la vio, Manuel supo que no tendría tiempo de buscar a la comadrona, de
modo que le gritó a los hijos que hoy no habría almuerzo y que oirían gritar a
su madre por los dolores del nacimiento. Con un triste acostumbramiento, llenó
el lavamanos con agua caliente, le cambió el único vestido de calle por el
camisón y corrió la cortina que separaba el lecho del resto de la pobre
habitación. Puso el banco a su lado, la miro con cariño y para transmitirle
confianza, le tomó fuerte la mano y se dispuso a esperar.
Todo fue
rápido, hubo desgarro, sangre y dolor. Ató el cordón, lavó a la niña y envuelta
en grandes pañales la arrimó al seno hinchado de la madre. —La llamaremos
Nabatea— dijo bromeando— y será la reina de los nabos.
Juana lo
miro con sorpresa, no esperaba que fuera mujer. Los abortados o los que
murieron enseguida no lo habían sido. Una lágrima se formó, pero no llegó a
rodar. Como una película vio pasar su vida entera e imaginó una igual para su
hija. Un amor rancio, trabajo de sol a sol y la esclavitud de parir hijos que
morian. El hambre de las cosechas fallidas y la vergüenza de pedir fiado. La
risa muerta y el entumecimiento del alma en una porfía sin trascendencia ni destino.
Ese fue el instante en que la desesperación la desquició y, obnubilada, más allá
de este mundo, olvido todo.
A Pablo
lo voy a desnucar de un sopapo. Cuando regresé con Nabatea solo vi a sus hermanos
menores en el campo y hoy le tocaba cocinar el almuerzo. Dejé a la niña en la
caja que hace de cuna, eché más leña a la cocina y puse a calentar el guiso de
ayer. La pobrecita debe conformarse con la nodriza mientras su madre, muerta en
vida, se adentra más y más en la locura…
Papá me
regaló uno de los terrenos de su propiedad cuando me comprometí. Si bien la
tierra no era muy fértil ni profunda, años de trabajo la habían limpiado de
piedras mata arados que lucían en prolijos muros que limitaban el campo de
nabos.
El día del
casamiento, al llegar, el pobre cobertizo se vistió de fiesta y el campo de
flores amarillas. A cada primavera la celebrábamos con un ramo de ellas que
reservaba para Juana al cosechar los nabos. Por la tarde bailábamos al son de las
prácticas de piano de la duquesa Anastasia. Su mansión al otro lado del muro, nos
parecía triste y fría, pero su multicolor jardín, despertaba la envidia y la
competencia.
Como un
ventarrón Pablo, al entrar, me despabiló. No quería, resistí, pero al fin regresé
desde aquellos recuerdos alegres.
—Hablé
con el abuelo y está de acuerdo con que me haga cargo de esta parcela. Entre
ambos emplearemos a mis hermanos y en algún momento también les regalará las
suyas.
—Bueno,
eso lo resuelve todo. Esta tarde dejaré a Nabatea con la duquesa que ha
prometido adoptarla y comenzaré a trabajar en el pueblo mientras interno a tu madre
en el loquero— confesé — el oficio no se pierde y aunque sea de ayudante un
buen herrero es necesario.
Durante los días soleados de primavera, sentada
con la mirada perdida frente a la ventana, Juana imagina los bailes y los ramos
de flores amarillas. Sonríe cuando tocan el piano, sin sospechar que suena
igual que las prácticas de Nabatea para su madre, la duquesa.
Carlos
Caro
Paraná,
31/08/2016
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